Nuestros fundadores: un ejemplo del siglo XIX para hoy
Los fundadores de las Esclavas del Divino Corazón, y también de su obra apostólica, Marcelo Spínola y Celia Méndez, fueron personas del siglo XIX, consagradas a una misión: enseñar el amor personal de Jesucristo. Entonces, en aquel tiempo con sus epidemias, sus crisis y momentos de desolación, se convirtieron en ejemplo de que se puede aprender del dolor.
Tanto Marcelo, siendo obispo, como Celia, viuda de familia noble, tocaron el sufrimiento, el desconcierto y el miedo, experimentaron la incertidumbre y la vulnerabilidad, convirtiendo cada circunstancia, por terrible que fuera, en una oportunidad. Ellos, a través de los testimonios de dos personas cercanas en sus vidas, nos inspiran en un presente que trae dificultad. Nos dejan el valioso aprendizaje de que la tristeza, el miedo, el dolor pueden ser palanca para la vida.
Los textos que presentamos a continuación están escritos a partir de historias que se conservan de la época, pero son una interpretación de estos testimonios y datos que se conservan.
IGNACIO SALGADO, SECRETARIO PARTICULAR DE MARCELO SPÍNOLA
A veces, la vida nos da zarpazos, golpes que nos cuesta encajar, empujones que nos hacen tambalear. El sufrimiento, el desconcierto y el miedo se cuelan en el cuerpo y en el alma con razón. A veces, la seguridad se torna en incertidumbre, la potencia se disuelve y la vulnerabilidad es lo único que alcanzas a rozar cuando te asomas al interior del ser humano.
Cuando la vida corre peligro, cuando la muerte asoma, cuando no hay agarraderas a las que poder asirte ni soluciones conocidas en las que poder apoyarte, la existencia se queda desnuda. Vacía no, pero sí desnuda. Es en esos momentos cuando, misteriosamente, irrumpe dentro una vida más honda, más auténtica, más luminosa. Irrumpe dentro una vida más vida. Es entonces cuando lo que se ha recibido y ha arraigado en el corazón parece crecer y multiplicarse, es entonces cuando lo que se ha acogido y cultivado en el silencio se convierte en fuente que obliga a derramarse, es también entonces cuando lo que no es tuyo, pero has amasado con agradecimiento, despierta la mirada, espabila el oído y compromete la vida para los demás.
Mi nombre es Ignacio Salgado y soy secretario particular de Don Marcelo Spínola y Maestre, obispo de Málaga. Acompaño a Don Marcelo desde hace años como secretario, además de unirme a él lazos familiares. Siempre ha sido para mí persona de la que aprender, alguien a quien profeso mi más profunda admiración. He tenido la oportunidad de escucharle y verle vivir en lo cotidiano de la vida, en esos días sumergidos en el calendario de la rutina, de los haceres y de los deberes.
Don Marcelo sabe bien de los zarpazos y los golpes de la vida, ha tocado el sufrimiento, el desconcierto y el miedo, ha experimentado la incertidumbre y la vulnerabilidad.
Y ahora, apenas dejando atrás este cólera morbo que tanto ha castigado a los malagueños, no puedo acallar la emoción que me embarga después de haber sido testigo de cómo Don Marcelo no ha descansado si quiera un momento para responder a los estragos que ha dejado esta terrible epidemia.
Hambre, escasez de recursos, familias rotas por la muerte de padres, de madres, muerte de hijos. Campos anegados por tormentas criminales. Pueblos asolados por feroces terremotos. Heladas y fríos que matan posibilidades. Rutas comerciales inundadas en el mar por las guerras y las rebeliones. Gentes que acuden a la ciudad buscando algún resquicio en el que poder sobrevivir. Una economía en quiebra que se traga el sustento y las ilusiones.
Y ahí en medio, el obispo. Imagino que cuando digo obispo ustedes piensan en palacios, buenas ropas, vida acomodada y mil posibilidades. Sí, es verdad. Podría haber sido así. Pero Don Marcelo vive tan enamorado de la misericordia del Corazón de Jesucristo que cambia palacios, salud y acomodo por ser cobijo, alimento y horizonte para sus hermanos. Y así lo ha hecho. Ha montado un servicio de comidas gratuitas que alcanza hasta dos mil raciones diarias. Ha abierto un asilo donde pueden dormir quienes carecen de techo. También ha creado un economato donde se pueden obtener alimentos a precios asequibles. Cobijo y alimento.
Ha ido donde nadie quiere ir
Y también ha dibujado horizonte. Ha abierto escuelas dominicales y escuelas nocturnas para jóvenes obreras. Se ha hecho cargo de un orfelinato que estaba a punto de sucumbir. Ha llamado a los salesianos y han abierto un oratorio, talleres, imprenta. Ha fundado círculos obreros que defienden derechos y ofrecen letras y cultura.
Marcelo ha ido donde nadie quiere ir: hospitales, tugurios, cárceles. Y el palacio, sí, el palacio, se ha convertido en casa abierta para los últimos, los afligidos, los que tantas veces viven con vergüenza. ¿Vida acomodada? El dinero no le llega, ni para comida ni para ropa, el obispo y su hermana solo se ponen las ropas más usadas y comparten todo lo que hay en la casa con quien más lo necesita.
La misericordia del Corazón de Jesucristo, que llena y compromete su existencia para los demás
No es la primera vez que veo a Don Marcelo hacer y vivir lo que está haciendo y viviendo en Málaga. Hace no más de tres años, siendo obispo de Coria, los labriegos extremeños y los que vivíamos con él pudimos contemplarlo con nuestros ojos cuando la peste llegó a aquellas tierras: el palacio de Cáceres lo puso a disposición de las autoridades como hospital de emergencia, pidió a los arciprestes que en ningún pueblo afectado por la peste faltara sacerdote y que si era necesario él iría personalmente a ocupar un puesto de párroco, se ofreció a ir a colaborar a Lagunilla, uno de los pueblos más afectados, envió todos los fondos de los que disponía al hospital de la zona hasta que su madre y su hermana dijeron que ya no había más.
Don Marcelo sabe bien de los zarpazos y los golpes de la vida, ha tocado el sufrimiento, el desconcierto y el miedo, ha experimentado la incertidumbre y la vulnerabilidad. Don Marcelo ha estado muy cerca de hombres y mujeres que se ahogan porque ven peligrar su vida, porque ven acercarse la muerte. Es entonces cuando, desnuda su existencia de cualquier seguridad, late con incalculable fuerza lo que ha recibido y arraigado en su corazón, lo que ha acogido y cultivado en el silencio… la misericordia del Corazón de Jesucristo, que llena y compromete su existencia para los demás.
GERTRUDIS DE LA ROSA: CONOCIÓ A CELIA EN LA ESCUELITA DE LA CALLE CANTABRIA
Es verdad, el dolor puede aniquilarnos, puede ahogarnos en la pena y en la soledad, puede hundirnos en la tristeza y el sin sentido, puede alzarnos en la agresividad y en la queja, puede amargarnos en la exigencia y la confrontación, puede engañarnos en la confusión y el desencuentro.
Es verdad. Pero el dolor puede ser también oportunidad para descubrir lo nuevo. Si somos capaces de estar en el dolor, si somos capaces de interrogarlo y mirarle a la cara, si tenemos la fuerza de no retroceder, si sentimos el deseo de comprender, entonces podremos volver a tejer la trama de nuestra historia y cambiar nuestra mirada.
Fue desempolvando su capacidad de escucha y haciendo hueco a la presencia de Dios que, invisiblemente, la había sostenido y acompañado
Paulino Fernández de Córdoba, marqués de la Puebla de Obando, muere el 16 de agosto de 1874. Aquel mismo día un dolor inmenso y un silencio aterrador inunda la vida de Celia, su esposa. La soledad se cuela en su alma sin pedir permiso, haciéndose más grande en cada recuerdo. La soledad se instala en su casa robándole el presente y amenazando el futuro. Soledad, luto, vacío. Es verdad, el dolor puede aniquilarnos.
Me llamo Gertrudis de la Rosa y conocí a Celia en aquella escuelita de la calle Cantabria. Desde entonces fueron muchas las conversaciones y las confidencias de una mujer que, en medio de la oscuridad, rota por dentro, no dejó de hacerse preguntas, no dejó de buscar el sentido de aquella muerte. ¿Por qué pasa esto? ¿De qué significados está preñada esta realidad? ¿Cómo estar aquí y ahora? ¿Por dónde y cómo seguir caminando?
Fiel a la Voluntad de Dios, a quien tanto amaba, cambió su mirada
Y ahí, entre pregunta y pregunta, con lágrimas unas veces y en silencio otras, dejando paso a la serenidad y tragándose el desconcierto, fue desempolvando su capacidad de escucha y haciendo hueco a la presencia de Dios que, invisiblemente, la había sostenido y acompañado en medio de la pena. Y ese hueco acogedor le permitió percibir, con los oídos de la fe, las resonancias de la voz de Dios, sus deseos, sus gustos, su Voluntad.
He tratado de cerca a Celia durante muchos años y he podido contemplar con admiración emocionada cómo aquella experiencia de muerte, se convirtió en ella en palanca para la vida. Después de aquello se sucedieron los días, los encuentros, las certezas, el aire fresco, el sentido y un Amor con mayúsculas que centra de nuevo la vida. Y también las dudas, las críticas, las tensiones, los miedos, las amenazas de ruptura. A veces pequeñas críticas y alguna vez grandes rupturas. De todo hubo.
Pero desde entonces Celia, fiel a la Voluntad de Dios a quien tanto amaba, volvió una y otra vez a tejer la trama de su historia y, con Él, cambiar su mirada.
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